Pollito

Por Viridiana Nárud (@viridianaeunice)

De las lecciones que más recuerdo en mis clases en la Escuela de Escritores, existe una constante que repetían los maestros que parece ser una premisa antigua y muy útil que se transmite de generación en generación: Podemos permitirnos todo, menos, ser ingenuos. Sin embargo, parece ser que esta premisa es ignorada por la dramaturga Talia Yael.

 

La obra narra la historia de “Pollito” una niña a quien en realidad nunca sabemos qué le pasa; no sabemos si fue abusada sexualmente por su padre, por su madre, por su abuelo; si su despertar sexual realmente significó algo porque en realidad nunca se enfrenta a ningún conflicto, sin embargo, se llenó de mucho.

 

Hablar desde la oscuridad, desde la sombra, de lo oculto, de la perversión y la transgresión no es fácil. Transgredir siempre puede ser un recurso fácil: poner a lamer al personaje calzones llenos de menstruación. El conflicto con la madre que se convierte en algo incestuoso ya ha sido narrado antes. La pianista de Jelineke narra la tortuosa relación de una mujer consumida por su madre de manera que perturba. También vimos esta historia bajo la dirección Haneke. ¿Calzones menstruados? También ya los hemos visto en Instagram.

 

Transgredir es también un arte. Gaspar Noé lo ha demostrado en sus filmes: la famosa escena de Mónica Belucci siendo violada en los pasillos del metro; Climax, esa fiesta interminable que termina en asesinatos. Lo importante en estas narrativas de estos autores es que no sólo aíslan escenas transgresoras, sino que existe una trama que teje y perturba lo más íntimo de la psique. No son las imágenes aisladas las que transgreden, es la historia. ¿No vemos a diario en cada esquina las historias de periódico Metro o Alarma en donde vemos cadáveres?

 

“Pollito” desde su título no encierra en su significado ningún simbolismo, ni es bonito ni es nada. Es el nombre del personaje a quien en realidad nunca conocemos. La puesta en escena desde el inicio enmarca un desequilibrio. Parece que existen dos escenarios: uno blanco que nos recuerda a los baños de gimnasio muy viejos, el otro, un montón de actores amontonados, junto a un músico que dramáticamente no suma nada a la historia. Esta disposición escénica depende de la directora Micaela Gramejo. Mi pregunta es: ¿qué significa para la obra este amontonamiento?

 

La dirección de Micaela guía a los actores, evidentemente adultos, a actuar como niños, lo cual es desgastante. No existe nada más molesto que ver a un adulto hablar como niño. La obra no habla de nada, sólo contiene muchas historias sin rumbo que suponemos pasaron a un solo personaje.

 

¿Hasta cuándo la narraturgia dejará de ser ganadora del Premio Gerardo Mancebo? Es urgente la disciplina de una buena lectura por parte de los jurados. El drama está infectado de juegos del lenguaje que contrastan entre lo infantil y la mala poesía. Urge contar historias que sacudan, que eleven y resignifiquen el lenguaje, que nos hagan sentir que valió la pena exponernos a una pandemia por ir al teatro.