SAFARI EN TEPITO

“Agradezco a cualquier dios que pudiera existir
por mi alma inconquistable.”
Nelson Mandela

Por Viridiana Nárud
@viridianaeunice

tepito

 

La iniciación

Parecía un encuentro clandestino. Una llamada o un mensaje. Una estación del metro a las 4:45 pm : “Se puntual. El viaje comienza a las 5 en punto.” Fin del mensaje. “Amarren bien sus zapatos. No saquen su teléfono, al menos no en las calles. Manténganse unidos y no se paren a comprar nada.” Es la indicación del guía quien nos lleva con la actriz. Caminamos apurados, cruzamos las calles del Barrio Bravo de Tepito. –Quítense los zapatos. Nos indica la actriz. Los espectadores nos vemos los unos a los otros. No importa. Hay que confiar. Nos deslizamos por los pasillos de algún edificio. La música suena a alto volumen. Nos recibe Irene, quien es nuestra instructora de baile. En la sala, sólo cabe a lo ancho dos personas paradas y un sillón muy pegado a la pared. Bailamos. Se acaba la música. Nos miramos sonrientes. Irene toca el pecho agitado de una de las mujeres.

­-¿Sientes? Es el ritmo de tu corazón. Así es como vivimos y olvidamos…

Irene es una chica que no tiene más de 23 años. Nos narra lo difícil que es vivir en el Barrio Bravo y ser tepiteña. Se sufre discriminación por tu código postal. Las paredes de su departamento se encuentran cubiertas por pequeñas réplicas de los cuadros de Frida Kahlo -símbolo de la fuerza de la mujer tepiteña- y diplomas de su escuela, ya que es “lo único que mi padre va a poder heredarme.” Patricia Ortiz, actriz que fue adoptada por la familia y el barrio, entrelaza su historia de vida y dificultades para su profesión. Su infancia y sus ganas por ‘comerse el puto mundo’, la cual la llevaron a un hospital con una partida de cráneo. Con un té caliente en nuestro estómago nos retiramos del pequeño departamento.

Las calles de Tepito no sólo retratan la pobreza sino también su profunda fe. En cada esquina se encuentra un altar ya sea a San Judas Tadeo, a la Virgen o a la Santa Muerte. Esta última, que por el número de rosas depositadas en su altar, tiene más seguidores que ningún otro. Caminas rápido, casi trotas: “No se separen del grupo.” Los niños juegan, sin miedo en las calles. Las mujeres arreglan sus tiendas.

-¿A dónde vas?

Grita un luchador enmascarado a Patricia. Nos asusta. Nos invita a su casa para platicarnos acerca de su deporte y los riesgos. En una pantalla de plasma corre el video de todos los antepasados de Robin Jr., luchando en Japón. “Son los de la película.” Dicen sus vecinos. A pesar de no haber cámaras. Nos despedimos nuevamente de otro personaje. Caminamos por este barrio que durante cuatro horas estará en tregua con extraños ya que ellos participan y son parte de este Safari.

Si caminas por las entrañas de Tepito y no sólo por eje 1 norte, encontrarás que existen muchos talleres de calzado. La mayoría pertenecen a familias como las de Irene. Así es como llegamos al taller de su padre. Nos explica cómo es qué se hacen los Tom’s. Cómo es que cada 25 de octubre festejan a San Crispín, el santo de los zapateros y cómo esa olla, que se encuentra colgada en la pared se llena de comida o bebida para celebrarlo. La mujer, a un lado, quien no deja de trabajar y poco nos mira, es la madre de Irene, una mujer que no es del barrio y a quien le ha costado trabajo adaptarse.

 

Somos tepiteños

La noche cae. Cruzamos las calles. Un grupo de motociclistas nos esperan. En mi trayecto platico con un joven que tiene unos ojos color gris, impresionantes. Mientras lo abrazo con fuerza por temor a caerme, me pide que ponga mis manos en los fierros que están a mis costados. Flashback: “Mi padre y yo en una moto viajando por carretera y cómo sentí por primera vez vértigo y juré que jamás volvería a subirme a una moto sino era yo quien la manejaba.” Juramento que debo de liberar para continuar en esta aventura.

Un olor a mierda, banquetas en restauración, una iglesia, monjes que caminan en los pasillos, un actor alburero frente a nosotros. La unión de lo profano y lo sagrado. Rituales que a lo largo de la historia se mantienen unidos. Así es nuestro nuevo destino, lleno de contrastes. Patricia se despide y nos deja con Noé Hernández, otro de los actores adoptados. Las campanas de la iglesia suenan. La música de la Guadalupana comienza a sonar de fondo. Seguimos a nuestra nueva guía, Lourdes Ruiz “La reina del albur.” Una mujer con mirada pétrea, “porque los de Tepito somos duros aunque nos esté doliendo el alma.” Así de grande ha de ser su dolor.

Enormes fotografías de Juan Pablo II y retratos de la Virgen y todo tipo santos nos despiden de esa iglesia que dentro de poco comenzará su ritual para liberar las almas de todos sus seguidores. Una casa en obra negra, el aroma a cemento envejecido y arrinconado a un costado de los muros, invade la atmósfera. Cinco velas alumbran los escalones: “No pueden tomar fotos. Está prohibido. “ Ordena la voz profunda y ronca de Lourdes.

Un cuarto pequeño, Legua —deidad de la religión yoruba. Dueño de los caminos y el destino — en el centro. Fotos del santero con su hija sonriendo. Un cuadro grande de Jesucristo. Comienza el ritual. “Todo lo has dejado ante los pies de Legua.” Salimos.

 

La cabrona

—Y si te parece. Porque sino a la China.

—A mí no me truenes los dedos.

—Si te los trueno.

La mujer se acerca más al joven hombre y le truena los dedos. No es una escena montada para este Safari, es la realidad del barrio. Lourdes “la reina del albur”, nos hace correr. Una bifurcación no separa nuevamente de Noé. “Aquí se encuentran el altar a las siete cabronas. Cabrona significa: La que cae y se levanta. Así somos las mujeres en Tepito.”

Cruzamos por la unidad. Música. Un hombre con blusa roja satinada nos espera en el parque. Bailamos. Nos despedimos. De nuevo, Noé. La entrada de un departamento. Nos sentamos en la sala. Entre rituales de santería y entre bromas aparece Lourdes nuevamente. En las paredes sobresale una foto de su madre y su hermano muertos, además hay unas pequeñas máscaras.

—¿Y si te quitáramos la máscara? ¿Qué veríamos?

—Una mujer vulnerable, falta de cariño. Soy un terroncito de azúcar.

La voz se quiebra. Una nueva escena. Se sirven frijoles calientes y tequila para todos. Lourdes interpreta al padre golpeador de Noé. Saca un cable y comienza a darle de chingadazos. Él detiene la escena.

—No, así no era. Mi papá era un cabrón que con toda la calma del mundo le daba cinco vueltas al cable y decía: “Te voy a chingar, hijo. Era la única ocasión que me decía hijo. ¡Qué me madree ya! Pero que no me haga esta tortura de alargar los chingadazos. “

Las escenas de este viaje, van revelando a humanos y no sólo a actores y gente invitada. La ficción se funde con la realidad y no importa. Las risas y albures de esos dos personajes contagian a sus espectadores que intrigados interrumpen las escenas. Lourdes, esa mujer de voz ronca y personalidad dura, deja ver a todos que es la falta de amor, la raíz de su dolor. En un barrio donde no hay tregua, dicho por sus propios habitantes en repetidas ocasiones, se puede convivir durante cuatro horas con extraños y abrirles las puertas de su casa y corazón sin miedos ni prejuicios.

Safari en Tepito permite romper esas barreras culturales y sociales que sólo crean estigmas y separan. También es una travesía conducida por los propios habitantes del barrio a través de sus calles, sus casas y sus historias. Ocho actores nos acompañan en este viaje a descubrir los inmensos paisajes que nuestros prejuicios nos impiden ver. Safari en Tepito es una alegre provocación al encuentro con el otro.

Quizá el arte no nos pueda salvar de una guerra, sin embargo, tal vez logre generar espacios utópicos tangibles por un instante y permitir al ser humano a volver a creer en su humanidad. Porque si algo demuestra este viaje es que las divisiones son mentales. Como diría el actor Raúl Villegas : “Tepito me regaló la libertad.”

 

SAFARI EN TEPITO
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