Todos eran mis hijos
Por Viridiana Nárud
Arthur Miller es conocido por haber hecho fuertes críticas al sistema y la creación como ideal del conocido Sueño Americano, el cual promueve hasta la fecha, los valores norteamericanos de la meritocracia. Sin embargo, la obra de Miller no es panfletaria, por el contrario, es totalmente humana. Los personajes de este autor viven dramas profundos en los cuáles se cuestionan sus valores morales en medio de una sociedad corrompida por el dinero y el consumismo, todo esto en medio de una época llena de censura y explosión del Sueño Americano.
Todos eran mis hijos narra la historia de una familia que ha perdido a su hijo en la guerra,
poco a poco, como lo hacen las grandes dramaturgias, nos va revelando un oscuro secreto familiar que acaba con la fachada de una familia perfecta que promueve el Sueño Americano.
En esta ocasión Diego del Río decidió tomar en sus manos el texto e interpretarlo desde una visión que no pertenece a la obra. Diego impone, no escucha al texto. Esto se ve desde la primera escena en donde la unidad de espacio y tiempo se ha roto y genera en el espectador perdida y confusión.
El drama de Arthur Miller exige mucho por parte de dirección y de actores. Se necesita entender el tren de pensamiento y carga emocional de los personajes: todos tienen un oscuro pasado que los atormenta, la lucha interna no les permite estar del todo en el presente, es por ello su conflicto. Sin embargo, en el montaje de Diego del Río, los actores parecen no estar conectados con sus personajes. Miradas vacías, palabras ligeras, no existe acción alguna que muestre la densidad de acción dramática planteada por el autor y los conflictos internos y externos de los personaje.
Sólo existen tres actores que sí comprendieron la obra: Arcelia Ramírez, Angélica Bauter y Eugenio Rubio. Pero debido a la falta de replica de sus compañeros a nivel actoral, el drama parece desencajado. Hay un momento en donde Eugenio Rubio mira a Ana Guzmán buscando respuesta, pero ella no responde. Sólo la trama cobra poder y sentido cuando Arcelia Ramirez y Eugenio Rubio se encuentran. Para esto ya pasaron casi dos horas del montaje.
Mi invitación es para los actores y el director: ¿Por qué no dejar que la densidad de la dramaturgia hablen? ¿Por qué quitarle sentimiento a la palabra? ¿Por qué imponer una visión de dirección de un teatro vacío en donde no es necesario? ¿Por qué elegir un texto si en verdad se quiere decir otra cosa?
La dramaturgia de Arthur Miller no sólo expresa una época, sino cuestiona el conflicto humano ante el derrumbamiento de sus ideales, de sus creencias, es la lucha por la dignidad y el mantenerse humano ante una sociedad consumista dispuesta a todo por dinero. ¿Nos parece familiar?
La obra estará en temporada hasta el 19 de septiembre en el Teatro Helénico.